Voy a salirme del coro. A despecho de tantos titulares de la
prensa mundial, creo que la clave del Sínodo recién concluido se encuentra en
un pasaje de la catequesis del Papa del pasado miércoles, cuando Francisco
realizó un canto único a la fidelidad matrimonial, y explicó que se trata de
"una bendición que la Iglesia debe cuidar y de la cual debe aprender
siempre, antes incluso de enseñarla y disciplinarla". A continuación,
recordando las palabras de Jesús a sus espantados discípulos, recordó que esa
fidelidad "está realmente siempre confiada a la gracia y a la misericordia
de Dios".
¿Para qué ha hecho la Iglesia un Sínodo (en dos etapas)? Para
volver a decirse a sí misma y al mundo, con palabras viejas y nuevas, en
diálogo con las esperanzas y los desvaríos de este tiempo en el que vive, que
la familia es un verdadero don que Dios ha colocado en el centro de su designio
de amor. Para adentrarse aún más en su misterio, para explicar que en ella
fidelidad y libertad se reclaman mutuamente, para mostrar la fuente de la que
se alimenta y en la que puede regenerarse de cualquier caída, y para acercarse
a quienes están heridos e invitarles a caminar, con sus cicatrices, en medio de
este pueblo de Dios que es familia de familias. También para mirar al
testimonio (casi inimaginable) de miles de familias en las que, por gracia, se
ve realizada esa salvación que la Iglesia porta como don para el mundo, y para
poner a las familias en el corazón misionero de esta hora. De esto han hablado
poco los periódicos, pero sería muy triste que de esto hablásemos, poco o nada,
los fieles de los cinco continentes, que hemos visto a nuestros pastores
marchar al centro de gravedad de la Iglesia, a Roma, para gastar tres semanas
en un ejercicio fundamental de comunión y responsabilidad.
San Juan Pablo II, uno de los protagonistas en la sombra de este
Sínodo, nos dejó una de las indicaciones misioneras más preciosas en su primera
encíclica, Redemptor Hominis: "el hombre es el camino de la Iglesia".
Eso significa recorrer las sendas oscuras de los hombres y mujeres de cada
época, salir al encuentro de sus esperanzas y rebeldías, atreverse a medir el
tesoro de la fe con sus preguntas (aun cuando tantas veces puedan resultar
desafiantes y hasta violentas). También en todo lo que se refiere a la familia
es necesario recorrer este camino, y como dijo Francisco a los obispos de
Estados Unidos (y tantas veces nos enseñó Benedicto XVI) no se trata de
llenarles de improperios por su alejamiento, sino de dialogar con ellos como el
Señor con la samaritana. Precisamente en su discurso final a la asamblea
sinodal, Francisco quiso citar a Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI
consecutivamente, para mostrar la continuidad de este camino. Todo lo contrario
a rupturas o saltos revolucionarios. En concreto el Papa Ratzinger decía que
cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada o un bien traicionado, lo
hace siempre impulsada por la misericordia, para que los hombres tengan vida y
la tengan abundante.